#Reseña| Juntando espigas en los campos de Buda

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Toda lectura supone una entrega. Firmar el pacto. Y el pacto se firma así: poniéndo en los ojos una palabra detrás de otra. Aceptar el sentido es aceptar el texto: los cuestionamientos vienen después, todo viene después. Leer es estar en el texto. Pero algunos libros exigen más que otros. Juntando espigas en los campos de Buda no pide verosimilitud, no pide realidad, no pide tiempo (se lee veloz), no pide comprensión ni siquiera (y ese es un don). Lo que pide es un hueco por donde colarse: lo que pide es la entrega de aceptar que todo podría ser distinto. Y que de hecho lo es. A miles de kilómetros de distancia. En el lejano oriente. Donde las manos son las manos, pero no son nuestras manos. Donde la belleza es la belleza, pero no es nuestra belleza. Donde si hay una verdad, no será la nuestra. 

Donde hasta los nombres se trocan, cambian, mutan. 

En 1850 un hombre nació en Irlanda con el nombre de Lafcadio Hearn. En 1904 murió con el nombre de Koizumi Yakumo. ¿Qué pasó en el medio? En el medio pasó Japón. En el medio pasaron los festivales, los haikus, las flores del ciruelo, la extrañeza de la música oriental y su aceptación, “la pobreza como influencia para el desarrollo estético, el sentido artístico de la línea y el color”. En el medio pasó el silencio (“en Japón creemos que podemos expresar mejor nuestros sentimientos con el silencio”). Pasaron los amaneceres, pasó la impermanencia, el budismo, los círculos, la ilusión del tiempo. Y aunque el libro, organizado en once textos, no es una biografía, bien funciona como una genealogía de una idea. Y toda idea es una transformación: leer a Lafcadio Hearn es involucrar todo el cuerpo en pos de un cuerpo en mutación, idéntico pero distinto, bajo la sombra de los arrozales.

Patricio Cerminaro