Fortnite busca cambiar los conciertos digitales

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En las últimas semanas, el videojuego realizó una serie de conciertos digitales que profundizan la propuesta de los shows por streaming y exponen las distancias entre el binomio artista-público

En el escenario, los artistas. En el campo, su público. Sin embargo, en algún punto hay un desplazamiento: la atención de la audiencia no está allá, en las grandes luces –y mucho menos en la música- sino en su propia experiencia, en el encuentro con lo lateral. Y no es casualidad: estos eventos están pensados más para para las fotitos que para la música, más para las pantallitas de colores que para el encuentro con la melodía.

Lo maravilloso de las palabras es que, a veces –por no decir casi siempre- el mismo texto puede calzar en situaciones muy distintas. E, incluso, mucho mejor: infinitas situaciones pueden disparar idénticas palabras.

Y aquello, que debió ser la descripción de cualquier festival multinacional funciona también para la nueva propuesta de Fortnite. Frente a la imposibilidad del encuentro, el jueguito propone una alternativa: reunirnos en abstracto, ser un avatar en un concierto virtual.

En el comienzo del show de Diplo, que duraría unos 15 minutos, los espectadores saltan, corren por el campo, observan las proyecciones digitales de vaqueros gigantes que bailan sus bailes sin alma, que mueven su cuerpo incorpóreos, que no conocen el ritmo y, sin embargo, danzan sus danzas sin alma, sin ritmo y sin alma.

Por momentos el juego dispara efectos, sensaciones codificadas: los personajes corren más rápido que nunca, saltan distancias imposibles, desprenden corazones que se pierden en el aire como pétalos de rosas. En la pantalla, Diplo mueve las perillas de su consola como si a alguien le importara.

Y lo que pareciera ser atemorizante, desesperanzador, superficial funciona solamente como un espejo en bits de memorias de festival: ¿o acaso alguien iba a esos eventos por la música?

La distancia infinita, tal vez la única distancia, entre el desplazamiento del entretenimiento de ayer y de hoy, es la suspensión total de la potencia del público para afectar el evento. No existe abismo más grande porque ni siquiera eso es posible: ambas partes del binomio artista-espectador están totalmente escindidos de su capacidad para sentir y hacer sentir.

Sin embargo, pareciera que algo ocurre, algo permanece: los avatares de cada participante bailan hasta el final y las estadísticas de visualizaciones avalan el disfrute: el evento es un éxito. Y no es de extrañar que así sea: los shows de Fortnite funcionan con la lógica del café descafeinado. Funcionan como una satisfacción sin riesgos, una aventura sin peligros, como un gustito sin contraindicaciones.

Las distancias entre los sótanos vibrantes de tanta guitarra sonante y las luces de colores de una pantalla que proyecta pantallas parecen insalvables. Sin embargo, incluso antes de que la pandemia afectara totalmente todos los modos de relación cultural, la lectura de un libro podía alivianarse con un audio, la invitación al cine suponía un esfuerzo fácilmente ahorrable con Netflix o, incluso –en la constante fagocitación recíproca entre comodidad y ansiedad- la serie que quedó pendiente de anoche podía terminarse en el vagón apretado de un subte.

¿Por qué fuimos tan ingenuos de pensar que con los conciertos sería distinto?

Patricio Cerminaro