Siempre es tentador confundir lo dicho con lo cantado: pensar que un hecho de la realidad se vuelve canción es un vicio, ya no del periodismo, sino del sentido común. Y entonces, si el Indio Solari anunció o sugirió un parkinson fulminante, su próximo disco no tenía, ¡sino que debía!, ser una despedida, de esas que valen en vida.
Y si para colmo, allá por los primeros tracks del álbum, la voz de Solari, más libre que nunca de su deber ser ricotero (véase La Moda no se Vanguardia) confiesa “ya están aquí, los vi, fantasmas de juventud, vienen a despedirse de mi” entonces la obsesión se llena de fundamentos. Pero sería un error, cuanto menos, apresurado y sobre todo innecesario buscar cartas de despedida donde no las hay. O, en todo caso, donde no debería haberlas más que para el interior: en la eterna discusión de si se escribe para el público o para uno mismo, Solari parece estar más decidido que nunca a olvidarse de la segunda persona, perder el mensaje de gurú y perderse en sí mismo. Es lógico que entonces aparezcan intrusiones personales donde no solía haberlas.
Y ese despojo se traduce en cada canción: lejos de la sobreproducción, todo suena impulsivo y, tal vez, más sincero que nunca. Solos de guitarra: no hay. Riffs para corear: no hay. Sí hay midtempo y reflexión, muchas de esas construcciones verbales tan Solari, pero tantas otras inesperadas: con la misma lógica del despojo, las letras son más llanas que nunca.
Entonces, una vez más: en esa disyuntiva de escribir hacia adentro o hacia afuera -en la que resulta imposible saber hacia dónde se inclina la balanza en el círculo íntimo del autor- es sencillo aventurar que El Ruiseñor, El Amor y La Muerte se convertirá mucho más en un disco clásico ahí, donde casi siempre importó, en el seno ricotero, más por su carácter emocional que por su virtud musical.
P.C.