Estoy en la fila del cine. Ha vuelto la pantalla grande, y con ella la espera, las expectativas, lxs otrxs, la sensación fulgurante de las reacciones compartidas. Un leve clima de contagio, en estos días con toda la extensión del término. Entrar a la sala de cine (al igual que ingresar a cualquier espacio compartido) es hoy un riesgo, implica una decisión previa y medida. Pero es uno que vale la toma tomar, porque con él regresó cierto clima que envuelve a las películas, una cierta manera de hacer que esa proyección, que ese visionado sea único, que se acerque a una experiencia del aquí y ahora expulsada del ámbito íntimo de la computadora y la cama. Esta situación, esta fila de cine que se despliega detrás de mí, no tiene 72hs para caducar. Está pasando en este momento, y no se repetirá con otra proyección. Toda una seguidilla de estímulos construyen a esta película distinta, todo un entorno afecta nuestros cuerpos en las butacas del Gaumont (nuevo y azul y brillante), trastoca nuestras percepciones y nos posiciona permeables a lo que ocurrirá ahora, acá, y no se repetirá jamás. Ha vuelto lo que Barthes describió como un cuerpo que “se ha convertido en algo relajado, suave, apacible: blando como un gato dormido, se nota como desarticulado, o mejor dicho (…) irresponsable.” Y que al salir de la sala “es evidente que sale de un estado hipnótico.”
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Martín Kohan publicó Bahía Blanca en el año 2012, y Rodrigo Caprotti estrenó Bahía Blanca en 2021. Como suele suceder cuando una novela es invitada al cine hubo interrogantes acerca de cómo todo aquello que sucede en el texto puede aparecer en pantalla. Hablo aquí de invitación porque lo que ocurre entre la novela y la película es más que una adaptación o una transposición. La invitación implica una cuota de hospitalidad y recibimientos, permite que se establezca un contacto, un roce en detalles, en algunas imágenes y palabras. La literatura, en este caso, está allí disponible para el enchastre, porque la película construye junto a ella otra historia que se acerca y se distancia, en un juego del ir y venir, de la novela escrita por Kohan. Y este agasajo (porque hacer una película después de una lectura es una forma del obsequio, una especie de carta de amor a esa relación lector-novela generada, a ese impulso atrapante del texto literario) es llevado a la película desde la primera imagen: Bahía Blanca en letras blancas. Una película basada en la novela de Martín Kohan. Y un primer plano de Martín Kohan interpretando a un trabajador de la facultad en el área de investigaciones, estampando sellos, brindando permisos. El rostro del autor, dentro de una ficción que dialoga con su propio texto. Un mundo planteado por el filme en vínculo directo con el mundo de la novela, la lectura de Caprotti presentada a lxs espectadorxs que también tienen sus propias imágenes, sus propias hipótesis. Dos formas de hablar de lo mismo, dos puntos de vista, dos versiones de la misma historia (Que como tal, entonces, ¿Es dos historias al mismo tiempo?)
La película sigue de cerca a Mario (Guillermo Pfenning) durante su estadía en Bahía Blanca, y su posterior regreso a Capital. La excusa para estar allí es una investigación en curso, aunque en realidad durante la primera parte del filme pareciera estar escapando de algo que no termina de definirse. Y esa sensación de extrañeza, de distancia o sospecha con el personaje está propuesta desde el vínculo que establece con otrxs. Los diálogos y los usos del cuerpo demarcan una manera de trasladarse por los espacios que implica una cierta incomodidad, una manera artificiosa de moverse y conversar, por fuera de lo común. Mario es extraño, parece descolocado y acelerado. Por fuera del tiempo cotidiano, sumergido en sus propias elucubraciones. Lo que en la novela es un largo y endemoniado monólogo interno de los pensamientos más imbricados y extravagantes, aquí aflora en los usos del cuerpo y la voz que determinan la ebullición interna. Pero al encontrarse con un viejo amigo, y poder liberar esa olla a presión que gestaba dentro de sí, notamos que esa lógica trastocada se hace expansiva. No es Mario solamente el que se rige con otras reglas, indiscernibles e indeterminadas, con otros valores morales y éticos. En realidad, tanto él como su ex-mujer y su amigo se deslizan por el mundo como si nada lxs tocara realmente. Se dejan llevar de un sitio al otro, de una historia a la otra como si de una ola leve, pero firme de mar lxs arrastrara. También así Mario emprenderá un viaje con Patricia, que rápidamente ingresa en la propuesta de su ex-marido de subirse al auto y manejar largos kilómetros para entablar una conversación que Mario cree pendiente. La necesidad de él de construir escenarios y puestas en escena se hace tangible en esta escena final. Patricia es la única que descifra la intencionalidad en las palabras y argumentos casi coreografiados, dichos de un tirón, sin errores ni temblores en la voz. Y así, en esta última puesta resaltada por una composición del plano perfectamente organizada, Mario falla allí donde Patricia le pone un límite. Y no un límite anclado en lecciones morales, sino un freno, y el inevitable choque de Mario con aspectos sensibles de otro. Patricia lo empuja a toparse con una sensibilidad que él perdió, y que no se vislumbra recuperable. Por eso ella abandona la escena, y él queda ahora irrevocable e irremediablemente descolocado.
Francisca Pérez Lence