El silencio es un cuerpo que cae: documental a carne viva

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El recorrido delicado por las pieles de una estatua. Primero planos de las piernas, los pies, las venas de las manos. El gesto de los dedos, una finísima tela que lo cubre. La mirada. Una cámara que juega con las distancias y las texturas, un barullo de museo, constante, se oye por lo bajo. De repente, una mujer y una niña, retratadas en primeros planos también. La pequeña sonríe a cámara. 

Pienso en la delicadeza de cada imagen que se nos presenta. En cómo la cámara se sostiene, el tiempo que haga falta, en el detalle de cuerpos, eventos y rostros. Intento suponer que allí hay una curiosidad, una conmoción, un gusto. Algo que mueve al cuerpo que filma. “Mi papá filmaba todo el tiempo” dice la voz en off. 

Jaime, el papá de Comedi, es quien sostiene la filmadora en los primeros minutos del filme. Su recorte, su perspectiva, su ojo en el mundo y con el mundo dan comienzo, abren la película. Una película que es tanto un recorrido, como un vínculo. Un recorrido por la mirada que Jaime posó en su hija (a lo largo de distintos videos familiares en viajes, actos escolares, festejos familiares, hoteles), un recorrido por la vida de Jaime antes de casarse, un recorrido por lo que quedó suspendido en el aire, por lo no dicho. Y al mismo tiempo, es un vínculo. O como me dijo L., una amiga que encuentra las palabras precisas, es un diálogo. Un diálogo entre las imágenes que ha dejado el padre, y las imágenes que propone y construye Comedi. Unas imágenes que intentan bocetar respuestas para los huecos de la historia en común. 

Cada vez que veo el filme (como si regresando a él, pudiera encontrar una respuesta a una pregunta que aún no me formulo) quedo capturada por lo que veo y escucho, como si la película ofreciera una gran mano abierta, repleta de frutas. Porque la película abre diversos caminos, y los hace cruzarse y alejarse, como en un zigzag. Por un lado, entrevistas a amigxs de Jaime que reconstruyen distintas experiencias transcurridas durante la última dictadura cívico-militar. Por otro lado, intentan responder a las preguntas sobre la identidad de Jaime. Hay algo de este tipo de documentales, con una sensibilidad e intimidad propias (diría documentales a carne viva), que me fascina. Me conmueve la importancia del relato. Un relato de aquellxs que lo quisieron a Jaime, un relato anclado en la memoria (que como tal, tiene sus propias fantasías, anhelos, tristezas, expectativas) de cada unx de quienes lo acompañaron en sus viajes, festejos, y decisiones. Me atrapa pensar cómo el duelo, la pérdida, puede atravesarse oyendo historias sobre el padre al que se duela. Un padre que por momentos pareciera tan cercano, con esa cámara y esos gestos de amor en las filmaciones; y por otros, tan en otro plano, en otra vida. 

Decía película a carne viva porque pareciera encarnar un legado. El padre que todo lo filma se accidenta el mismo día que Agustina usa la cámara por primera vez. Y la usa para retratarlo a él y a su madre, bailando juntxs. La cámara como un objeto de amor, de dulzura. Mientras veía esa escena, escribí en un margen “Filmar a alguien es un gesto de amor” Requiere dulzura, delicadeza, una mirada amorosa. Quizás no siempre, pero sí en este retrato de un papá que ya no está. Y se extraña. 

Francisca Pérez Lence