Todo oficio, de algún modo, te convierte en su elemento: si el carpintero es también la madera, si el herrero es también el martillo y el metal, el escritor es también la palabra o es sobre todo la palabra (el escritor es su usufructo, su producto, lo que aparece si hay palabra, que crea cuerpos). Entonces, esto: todo texto, de algún modo, habla de sí mismo, de sí mismo y su santo creador, todo texto es también su autor y sus obsesiones. Aquí, obsesiones: el hábito, la identidad, el viaje, la lectura, los juegos de palabra, la palabra. En Mundos del fin de la palabra, de Joanna Walsh, todo apunta hacia allí.
Por eso tal vez algunos pasajes -cuentos, son dieciocho- se enredan en su propio mundillo y funcionan solamente como un rulo, un espiral laberíntico donde importa la palabra original (si es que hay, realmente, una palabra “original”): lejos de la patria de la lengua, todo extranjero se pierde, a veces, en ese enredo. En todo caso la pregunta por la traducción es la pregunta por la música. Hay una vieja idea, probablemente equivocada y, por cierto, atribuída a infinidad de músicos y productores, de que si algo suena bien, entonces debe estar bien. Y allí vamos: Walsh, británica, compone buenas melodías incluso sin los detalles que quedan retenidos en la aduana del sentido. “Equis”, por ejemplo, un texto de una paginita y media funciona como un repiqueteo sobre un concepto que en el castellano está vacío o vaciado. Y aunque una nota de traducción se extiende largamente sobre las particularidades de la idea en su idioma original, eso no importa: importa lo que suena, el ritmo, la música, la palabra como clave, como pulso, como nota. Y entonces leer: si suena bien, está bien.
Por momentos, sin embargo, el texto es mucho más fuerte, incluso, que su melodía. Y alcanza la potencia de la oda, del himno: en “Viajar ligera de equipaje” la autora secuestra el misterio del texto y no lo revelará jamás y en “Enzo Ponza”, un rapto funciona como hilo conductor de una obsesión (obsesión, obsesión, obsesión: todo, en algún momento, termina en una obsesión). Sin embargo, en el relato que da nombre a esta recopilación es donde Walsh conjuga pulso, melodía y estribillo: la palabra se pierde, la palabra se perdió. En uno de los pasajes más memorables, dice: “Las palabras, habíamos pensado, eran lo contrario de las acciones, pero, al ahondar un poco más, nos percatamos que eran también contrarias a sí mismas”. Y tiene razón: ese es su misterio y es también su encanto.
Patricio Cerminaro