Ver a Fernando Cabrera resulta una experiencia de encuentro fascinante y casi inabarcable. Eso ocurrió una vez más en sus recientes presentaciones en el Café Vinilo.
A medida que los años transcurren, lo que hace el artista uruguayo – a diferencia de otros que se estancan en glorias pasadas- resulta incremental. Su último disco, “432”, tiene varias joyas que brillan no solo por ser nuevas. En el concierto, esas canciones se entrelazan con naturalidad con las más añejas, las que han soportado el paso del tiempo. Así, El Trío Martín, Malas y buenas, Copando el corazón, Alarma y la bellísima Oración –tal vez la mejor del disco – conviven con el Tiempo está después, La casa de al lado o Dulzura distante
A veces, entre las canciones, Cabrera habla, explica, ironiza, como cuando dice “desde hace tiempo mis canciones tienen algo en común: la incoherencia”. Entonces describe la letra de Viveza, deja su guitarra (por única vez en la noche) y toma una cajita de fósforos. Y ahí los sonidos diversos, sutiles, distinguidos- que antes salían de su guitarra- surgen apenas desde una pequeña caja y de la ductilidad de su voz. Y la intención climática que busca Cabrera al colocar sus canciones, como quien pinta un cuadro, sigue in crescendo.
Si él canta, hasta las sillas hacen silencio cuando se mueven y las copas de vino tienen paciencia para ser bebidas hasta que el concierto permita un respiro. Pero nunca lo permite, ni siquiera en el momento en el que termina formalmente y nadie deja un segundo de aplaudir hasta que llegan los bises.
En el final, Fernando Cabrera saluda con respeto y tímidamente se va. Pero nada será igual, porque cada actuación es un acontecimiento, un acto transformador.
Guillermo Cerminaro
Crédito de foto: Dani López