Aquí, quizás una traición (pido perdón, entonces). Pero las primeras líneas de la contratapa de Una canción que dure para siempre, el primer libro de Santiago Featherson, dicen: “Inolvidables como las buenas canciones, los doce cuentos que integran el debut…”. Etcétera. Hasta ahí me interesa. Para mi gusto, y perdón la traición al contratapista, las buenas canciones son otras. O las canciones que me interesan. O, mejor dicho, las canciones que duran. No son inolvidables. Son así: estribillos peregrinos, desdibujados, mal recordados. Las buenas canciones se mal recuerdan, pero insisten. Se tararean, ¿cuándo?, de vez en cuando. Sin que lo notemos. Están, pero no están, pero generalmente están. Las buenas canciones, o al menos muchas de las buenas canciones, o, como mínimo, la canción que me gustaría escribir y nunca voy a escribir, es así: permanece, oculta, deforme, hasta que en un momento luminoso ascienden (¿pero de dónde?) hasta la boca, o ni siquiera hasta la boca, descienden (¿pero de dónde?) al cuerpo, y se cantan, o no, sencillamente vuelven a olvidarse. Los cuentos que componen el libro, para mi gusto, funcionan como las buenas canciones. Y como las buenas canciones, siempre se puede volver a ellos. Siempre se puede volver a la clase de spinning, cruzar una diagonal en La Plata, hacerse un amigo en Inglaterra, siempre, repartiendo pizza, podés volver a caer en la casa de unos metaleros. Pero, como las buenas canciones, nunca vas a volver igual. O sí, quién sabe: esa promesa de volver, que nunca se sabe bien qué es, dónde está, cuándo llega, es, también, leer, escuchar.