Narradores: narren como Feiling. Detectives: piensen como Feiling. Villanos, asesinos, perversos: oculten como oculta Feiling. Palabras: ríndanse ante él. Si es que todavía no están rendidas.
En El mal menor hay pulso, todo es pulso, todo es respiración, órganos vitales, un texto órgano que se contrae y se expande, que se hincha y se desinfla, un texto sangre que recorre, con genética híbrida entre el terror de Stephen King y los sábados de súper acción, la tensión, como una cuerda floja del pensamiento. Un equilibrio constante: lo que se dice y lo que se oculta. Esa es la cuestión del género. Porque todo texto es también dos textos. Dos planos. Los planos de Inés Gaos, que ve lo que no hay, que ve lo que no hay hasta que hay, sí que hay, mierda que hay, ¿qué cosa?, una realidad falsa, una cosa imposible, que sin embargo sucede. ¿Monstruos?: no, no alcanza. ¿Manchas de sangre, semen, bilis que gotean del techo? No, no alcanza. Lo que ve Inés Gaos (dueña de un bar en San Telmo, conflictuada, soñadora) es al otro texto invadiendo el texto original. El mundo como un texto que puede ser leído: lo reprimido, lo comprimido, lo opresivo, que ataca. Lo que parecía que no estaba, pero está. Lo que parecía de leyenda: hay un sentido más allá del mundo y un día ese sentido nos va a atacar.
Como siempre ataca el sentido. Como siempre acecha lo no dicho: el reverso del texto es el reverso del mundo. Y al mundo, si es que alguna vez se lo ha de estudiar, si es que alguna vez se lo ha de entender, se lo mirará como una totalidad o no se lo mirará realmente: lo que es y lo que no es y lo que parecía que era y al final no. Como el texto: ¿es bueno o es malo subrayar la última frase de un libro, incluso cuando ese libro parecía completo, terminado, total? La pregunta, duele. Como duele saber, en el último hálito de una respiración, que todo lo que creías así era asá. O peor: como duele saber, mientras caemos con el cuerpo tieso desde un balcón, que incluso la ley de gravedad podría funcionar de otra manera. Porque todo camino es camino cuando se llega al final: mientras tanto es deriva. Como los textos de Feiling, que con segundas vidas como estas, resignifican el pasado. Siempre hay un segundo texto. Y en este caso probablemente haya más. Alguien dijo, no sé quién (pero tiene razón), que los textos clásicos no se leen. Se releen. Mil textos tiene la noche: mil noches tiene este texto. Será cuestión de soñar… o de ya no hacerlo nunca más.
Patricio Cerminaro