Mujer nómade: un sabor triste

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Una amiga me propone que la vea, mi mamá dice que le dejó un sabor triste, que sí, sí pero no, algo la lastima, la moviliza. Admiro a Esther Díaz, la leo, la escucho, a veces la pienso. Recuerdo algunas de sus frases, comparto sus reflexiones, busco sus columnas. En absoluto soy experta pero tengo una especie de fascinación que nace del temor a la vejez y el paso del tiempo, y por eso la hago presente, para pensar que una vida distinta es posible, que todavía los libros y las películas, que todavía el sexo y la conversación. Sin embargo, no había visto su documental y al terminarlo, algo se descolocó, una herida imperceptible se hizo lugar. Porque Mujer nómade es una tragedia, una película que encarna lo trágico de la existencia, lo azaroso del mundo.

La película comienza con la voz en off de Esther sembrando una historia, con un tono pausado, denso y amigable a la vez. Como acompañamiento, lejano, se escucha un ruido de hospital constante y agudo. Una imagen de una puerta, haciendo hincapié en la cerradura. Una manera de estar en el umbral, entre invitar a pasar y mantenerse fuera. La voz relata algo que nada tiene que ver con las imágenes que se suceden una detrás de la otra, como bordeando la historia. La tensión, la puja entre dos cosas distintas se da desde las decisiones estéticas, imágenes y sonidos que caminan por sendas paralelas, pareciera que a contramano, a destiempo. Pero Esther las conecta, como pone a dialogar también el sexo y el suicidio, el cuerpo como terreno de placer y de dolor, de suturas, de pinchazos, de soledades. Durante todo el documental, Esther hace memoria y a partir de retazos invita a bocetarla desde las aristas que la conforman, como si toda ella estuviera constituida por fragmentos, por junturas. La identidad de Esther no es, sino que está siendo, en ese gerundio que propone Marlene Wayar en sus textos.

La cámara también oscila, por momentos la persigue en la nuca, ocupando todo el encuadre con su cabello negro y arreglado, y por otros, la abandona, la deja sentada en algún rincón de su casa, para pasar a otra cosa. Esther es narrada por medio de su vínculo con los espacios (en la peluquería, en un café, en su balcón) y también desde planos detalle de sus objetos, de sus pertenencias, de sus ropas, es decir, desde su ausencia, desde todo aquello que quedará cuando ella no. La muerte ronda en las temperaturas y los ambientes del filme, no se sabe por dónde pero se cuela, se entromete.

A su vez, un montaje paralelo presenta a un muchacho joven, musculoso y fuerte, que no emite palabra en todo el filme pero que ahí está, a veces como una aparición, a veces como un deseo, como una promesa o un porvenir. Si Esther se está vistiendo, él, en algún lugar distinto, también. Los movimientos, las sutilezas de esos cuerpos se hacen protagonistas durante un tiempo pausado del cotidiano, que se obnubila con los pequeños gestos, con las pequeñas conformaciones de la vida. Lo vital, la pulsión de vida en ese cuerpo que se pasa cremas, se tatúa, se tiñe, se modifica para ser otro y el mismo.

El filme desborda lo que aquí pueda decirse, despalabra. Como explica Milagros Amondaray “Buscar explicaciones en lo sensitivo es algo fútil, ya que la sensación es lo que surge primero y como una fuerza absolutamente arbitraria. Es algo tan indetenible como incomprensible. Racionalizarlo implica negar su golpe, su estado gravitatorio, su condición de daga.” (2020:30) Mujer nómade es una daga, es aquello que hace trastabillar, que acaricia mientras raspa. Es dolorosamente bella, es descarnada. Todo el cuerpo de la filósofa está involucrado y sacudido por el dispositivo cinematográfico. La cámara no se sensibiliza y se mantiene firme, en un plano fijo, mientras ella pasa del enojo a la bronca, de la bronca al llanto, desandando sus heridas y sus pérdidas. La quietud de esa escena, la cámara siempre en el mismo lugar, resalta aún más los movimientos oscilantes de Esther, que va y viene, frenética y triste.

Y en su carácter múltiple y ramificado, es la misma Doctora en Filosofía que escribe libros y da charlas, que edita, corrige y repiensa, que contesta preguntas en diálogo con otrxs autorxs. El mismo cuerpo que ahora se viste de rojo para sostener el micrófono en una conferencia como si fuera una serpiente, atenta a los peligros, pero segura de sí misma, con total control sobre la situación. Sus movimientos, la cascada de palabras y pensamientos articulados son seductores, atraen la mirada, la mantienen sobre sí.

En este relato de la vida de Esther Díaz alumbra la posibilidad de pensar los márgenes, lo no-dicho, lo oculto, lo doloroso, aquello que pesa y perdura en los cuerpos, configurándolos de distintas maneras. Algo se deja ver de la existencia en sí misma, de lo penoso, de lo denso. Es una película que incomoda pero que también apaña. Incomoda porque expone, porque deja al descubierto los traspiés, la muerte, y también los encuentros, los roces. Todo expuesto con la misma seriedad e importancia, con el mismo dolor y amorosidad. Una película fantástica con sabor triste, como dice mi mamá.

Francisca Pérez Lence