Un libro es también una confesión. O puede serlo: debería serlo. Ahí es donde escribir y leer, a veces, se tocan: toda palabra tiene el doble filo de significar y significarte. Como si todo lector fuera un espejo o todo escritor fuera un reflejo: el texto es lo que está entre el sujeto y el sujeto. Y entonces Fármaco aborda la biografía como si fuera una vida posible: en la narración de Almudena Sánchez se ve la delicadeza de una situación que jamás será la nuestra y que al mismo tiempo lo es.
Una píldora de casi doscientas páginas. Que se traga de un trago o no se traga. Desde el vamos, el contrato: “hablando de cabezas: habría que empezar a explosionar ya”. Así escribe Sánchez, kamikaze, autodestructiva, en la primera línea que es como una mecha encendida: explotá conmigo o pasá a otro libro. Como un abrazo del hombre bomba en el campo de batalla. Como si de guerra viniera la cosa: pronto vira el timonel de la metáfora y ya no volverá. El texto, un cuerpo. Un cuerpo que enferma y sana en cada línea. En cada intersección: en la línea blanca que precede y antecede las palabras. Escalones en el descenso al infierno de una prosa que se cocina al calor de la fiebre. Porque allí vamos: la metáfora del libro se cimienta (no es difícil verlo) en la obsesión por la farmacología. Los cuerpos orgánicos, las cosas que sanan, que crecen, que marchitan, que laten, que fluyen, que curan, que duelen, que cortan, que pinchan, que combinan sustancias químicas como un laboratorio de pruebas en los que, ahora sí, todo tiene (siempre) que explotar.
Ya en la introducción, Sánchez aventura que “los buenos libros tienen una temperatura alrededor de los 39,5 grados” y probablemente sea cierto. La lucidez del concepto, sin embargo, puede ser también su propia condena: ahí, en los huecos de las palabras, pondremos todo el tiempo el termómetro. Pero eso sí: por momentos, entre las letras que tiemblan por los chuchos de frío, no alcanzan los números para medir lo que se siente cuando la sangre o la tinta llegan, incluso, a punto de hervor.
Patricio Cerminaro