Encontrados: la ironía del desencuentro

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Encontrados es una película circular. Comienza con un plano general, desde arriba, de una casa en pleno Nordelta. Un acercamiento, un arrojarse de la cámara sobre esa casa en particular da lugar a la presentación de personajes: Óscar (Nacho Gadano), desde un balcón, observa detenidamente a Malva (Rocío Igarzabal) y su amiga (Daiana Provenzano) que hacen yoga al lado de una pileta soleada y brillante. Sus cuerpos jóvenes, en malla, ejercitándose se encuadran desde el punto de vista de Óscar, que sonríe. 

Durante algunos minutos, no hay problemas claros. Óscar es inversionista y encarna todos los estereotipos de lo que se cree es un hombre de cuarenta años inversionista. Canchero, arrogante, fastidioso, insulso, molesto. Está en pareja con Malva, joven periodista, con quien no convive. Se pasa noches observando sus aciertos en bolsa, y hasta dice en voz alta “Óscar, sos un genio”, y un fundido a negro lo quita de esa escena en una habitación tapiada con pantallas, una única mesa con una botella de vino y una copa fantástica, siempre a la mitad, siempre en el punto justo. Hasta acá, todo más o menos bien. El problema pareciera aparecer con Franco (Nahuel Monasterio) o, en realidad, el problema pareciera ser Franco, un hijo que Óscar abandonó (para sorpresa de nadie) hace ya doce años. Al morir la madre, Franco decide ir en busca de su padre perdido. La primera vez que lo vemos es viajando en tren, apoyado contra una ventanilla. La segunda, desde un plano contrapicado (desde abajo) de su rostro con cautela y sorpresa en los andenes de Constitución. Y como parece que no podía ser de otra manera, al llegar a la casa nordelteana, Franco desencaja: no sólo por su ropa (una remera que desentona con las camisas de su padre, unas bermudas que también hacen su parte) sino por sus maneras desacostumbradas a la enormidad de una casa como esa. Y entonces, el problema: un hijo que quiere respuestas a toda costa, frente a un padre que no le importa responder ni ejercer como tal. Un hijo triste, un padre insensible. Muchas preguntas, pocas respuestas.

Óscar tiene un amigo, Hugo (Matías Desiderio) que está allí para explicitar lo que en realidad es el problema principal: Malva es hermosa, y les gusta a todos. O, en sus palabras, “¿Te gusta? A todos nos gusta Malva” o “Cómo te tiene la pendeja” o “¿Te la garchaste?” y otras sutilezas, todas simpáticas. Entonces, la búsqueda de la identidad, de una verdad oculta en esos doce años que los separaron cae en segundo plano (literal y metafóricamente) cuando la imagen se dedica a mostrar con detalle a Malva en la pileta, zambulléndose, entrando y saliendo del agua, secándose, haciendo yoga. Todo el esplendor de su cuerpo joven, mojado por un sol siempre de atardecer, que es observado al mismo tiempo tanto por Óscar, en su balcón, como por Franco, en un sillón. El montaje articula este triángulo de miradas que pone sobre el tapete el problema real: el deseo de ambos hombres por la misma mujer. A partir de este momento, todo serán fantasías eróticas, sueños eróticos, duchas eróticas invocando la imagen de Malva haciendo distintas actividades, o en su defecto, teniendo relaciones con ellos. Malva también desea a Franco, Hugo desea a Franco, Franco desea a Malva y Hugo desea a Malva. Parafraseando a Hugo, que después de drogarse y tomar cerveza en la ya nombrada pileta le dice a Franco algo así como ¿Ubicas que unos segundos más y todo se nos iba de las manos? porque Malva se había quedado con ellos, a relajarse y divertirse y reírse y tomar sol. Hasta el afiche original, con los rostros de Franco y Malva frente con frente a punto del beso, indican que, si el problema es la identidad, si el verdadero conflicto es el desencuentro padre-hijo, es un desencuentro atravesado por ese deseo incontenible por la misma mujer. 

Y como decíamos, la película es circular. Después de algunos problemas, y largos planos de Óscar en su auto intentando solucionar (entre insultos y golpes al volante, desesperación, desgarradura de vestiduras) sus chanchullos financieros, finalmente se queda solo, en un desenlace apurado. Sin embargo, es una soledad que no interpela porque Óscar no ha despertado lo que se dicen simpatías. La cámara se va yendo, así como Franco y Malva. Guardan sus cosas, se despiden. Y así entró, se abismó, ahora deja las cosas revueltas aún más desordenadas y abandona primero la casa, luego con un plano general, la calle y el barrio. Una casa entre tantas otras.

Francisca Pérez Lence