“A Dave le gustas. Habla mucho sobre vos” Le dicen a Fern, que termina de fumar un cigarrilo. Escucha y asiente, hace un gesto con las cejas y los ojos. Sus movimientos se suceden apurados pero minúsculos. Parece inquietarse. Podría estar sorprendida, o incómoda, o una mezcla de ambas. Su rostro de descoloca, pero es apenas. Se oyen, a lo lejos, unos grillos y cómo el tabaco se consume. También, apenas. Son sonidos y gestos casi imperceptibles, diminutos. De pronto, una música toma la imagen. Con ella, se hacen lugar el calor, los colores apacibles y los escalones de una escalera en el interior hogareño. Fern se acerca, sigilosa, con su camisón blanco. Se sienta a escuchar y mirar cómo Dave y su hijo juegan, componen, acarician las teclas. Están uno al lado del otro, concentrados. Ninguno la nota allí, hasta la cámara la abandona un momento para enmarcar los dedos de padre e hijo, para recorrer el living, con sus sillones blancos y su fuego tibio. Es la primera vez, y me animo a decir la única, que la música no proviene de una grabación. Es ese instante vivo e incandescente el que atrapa a Fern en el rellano. La vemos, a través de los barrotes de la escalera, mientras mira. La melodía se pausa de golpe, de igual manera que como ingresó en escena, y caemos en un silencio. Una luz azul, el clima propio de la noche ya entrada en horas, nos devela la sombra de Fern levantándose de la cama, apresurada se destapada y cruza hacia su cama, hacia su hogar.
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Pienso en las distintas maneras de sobrellevar los duelos. Toda la película está sostenida en/con el cuerpo incómodo de Fern. Una incomodidad que como tal no es obstaculizante, pero sí perceptible en sus movimientos, en sus respuestas, en sus modos. Y, a medida que avanzan sus largos recorridos, intuyo que es también una incomodidad fruto de su constante y horadante recordar. Vive recordando. Lo interesante es cómo ese estado logra empapar las escenas sin ser nombrado. Es decir, no hacen falta las palabras cuando su amor (y con él, la muerte de aquel a quien se ama) se llevan encarnados. Es todo su cuerpo el que adolece, es todo su cuerpo el que tiembla, el que ríe, el que bromea. Es también su cuerpo en vínculo con el de otrxs el que hace que los espacios en primera instancia desérticos y vastos, se vayan modificando y transformando en posibles hogares en movimiento. Hay algo en esas relaciones esporádicas y no por eso menos importantes que me llama la atención. En las maneras de tejer comunidad desde los márgenes de la casa familiar, o del trabajo fijo, o de los hijos, o del matrimonio. Y creo que, un poco a partir de todo esto, elijo esa escena en la cual Fern opta por continuar en movimiento, aún cuando le abren las puertas de un hogar ordenado y calmo. Me conmueven las sinrazones, porque en realidad allí no hay nada más que las pocas ganas de quedarse. O las muchas ganas de irse, de poner su cuerpo a rodar. Algo de lo que la empuja a Fern, que ella no explica ni Dave pregunta (quizás porque no hay tiempo para la conversación, porque Fern nunca está del todo quieta) que la hace salirse y preferir ese contacto oscilante, esa carretera abierta, ese hogar hecho de pequeñas cosas.